I
Dos o tres colectivos y media docena de automóviles tocan bocina enfervorizadamente en la coqueta esquina de Cabildo y Juramento. No están, como de costumbre, irritados por la pesadez del tránsito de mediodía. Tampoco el quiosquero que aplaude está festejando un triunfo de su equipo de fútbol. Ni las señoras con su bolsa del supermercado sonríen porque les fue “bien en la feria”, como dicen los mexicanos. Ni el obvio empleado bancario que arrastra su portafolio levanta el pulgar porque hizo algún provechoso negocio financiero. No. Están todos/as celebrando, apoyando con mayor o menor grado de énfasis, a un nutrido grupo de maestros y maestras primarias que están dando clase, al aire libre, en esa populosa esquina. Así es, están dando clase. Aprovechan cada semáforo en rojo (solo cuando está en rojo: no estorban para nada el flujo vehicular) para levantar sus pizarrones convocando a la Marcha Federal Educativa, repartir sus volantes y explicar pacientemente a conductores y transeúntes los porqués y los cómos del conflicto docente. Hay que decir que deben ser buenos pedagogos: tienen un poder de síntesis notable y una pasmosa habilidad para ir a lo esencial en los 20 segundos de tiempo que les da el cambio de la luz. Esa competencia es lo que bocinean los conductores, eso aplauden los quiosqueros, a eso sonríen las señoras y pulgarean los bancarios. Pero, cómo puede ser: ¿no era que “la gente” estaba furiosa con los docentes porque el conflicto atentaba contra el “derecho de los niños” de asistir a clase? Y bueno, no, ya lo ve usted, señor presidente, señora gobernadora, señor ministro: parece que al menos muchos de esos que conforman el etéreo colectivo de “la gente” (en Cabildo y Juramento, nada menos) han empezado a comprender que hay muchas maneras de enseñar. Y, sobre todo, de aprender “derechos”. Enseñar y aprender, entre otras cosas, que salarios dignos, condiciones edilicias adecuadas, presupuestos acordes a las necesidades de una educación lo más universal posible, son cosas por las que vale la pena pagar el módico precio de unos días de paro. Infinitamente más costoso, e irreparable para siempre, es el precio de no tener derechos.